Foto de Alfredo Jiménez Montoya
Artículo principal - Edición No. 321 - Septiembre de 2016
Tomado de La Prensa Libre
27 de agosto de 1993
Por José Luis Valverde Morales
No existe una sola mirada de quien haya puesto la planta de su pie en el Valle Central, que no se haya extasiado con la misteriosa belleza de los cerros de Escazú, la cruz que corona el monte y la palidez de la enorme piedra del Pico Blanco.
Si contemplar la bella geografía de la montaña es maravilloso, pocas cosas se comparan con el hecho de transitar sus veredas, sentir el aire fresco que huye presuroso de la ciudad y escuchar las aves en los montañosos acantilados, desde donde brotan cristalinas nacientes de fresca y purísima agua.
Descansar en los potreros con varias provincias bajo sus pies, es un lujo al alcance de cualquier costarricense que desee alejarse a pocos minutos del bullicio, para refugiarse en este santuario, que casi muere bajo el hacha inclemente de los depredadores, quienes por poco arrasan sus montañas.
Los cerros de Escazú son patrimonio de todos y así lo comprendió un grupo, ahora anónimo de regidores municipales del pasado, quienes se dieron a la descomunal y visionaria tarea de conseguir fondos para adquirir terrenos de la montaña y preservarlos para siempre, como legado a las generaciones venideras. La municipalidad local debe sacar estos nombres de las viejas y apolilladas actas del pasado y exhibirlos orgullosos por escuelas y colegios.
El Comité Pro Defensa de los Cerros de Escazú (CODECE) nació hace algunos años, para enarbolar de nuevo la bandera a favor de estos montes misteriosos cargados de leyendas. Hombres como Romano Sancho, culto, sencillo, de verbo espontáneo y convicciones encendidas, se abrazaron con los ideales de Rodolfo León, campesino huraño y soñador, de Francisco Mejía, zapatero, profesor, desprendido a favor de las nobles causas, dispuesto a ofrendar lo mejor de su intelecto ahí donde se le reclame y quiera.
Hablar de CODECE sin evocar a Elvia Solís, enfermera de corazón y vocación, sería un pecado, a su esposo el señor Chacón, quien papel en mano aprisiona en bellas acuarelas los tonos multicolores que se esconden detrás de cada piedra, de cada árbol, tras las aguas danzarinas de nacientes y quebradas.
Posiblemente omita a muchos, pero la sensibilidad de quienes no recuerde, está por encima de vanidades humanas, sus miras son altas y más que contemplar su nombre impreso, los que añoran y aman, es que nunca se borren las montañas de esos escarpados cerros, que protegen y defenderán aun a costa de su propia existencia.
Los montes de Escazú no morirán, ese es el designio y el mandato de las nuevas generaciones de niños, jóvenes y adolescentes, quienes alentados por esta noble organización, sienten, aman y vibran, con cada semilla que abre su vientre para ofrendar un nuevo árbol, un nuevo arbusto, una nueva hierba.
CODECE es el símbolo vivo de quienes un día nos dejaron en silencio, pero bajo la inspiración de las montañas aprendieron que sus sueños solo serán grandes, si juegan y brincan confundidos con la niebla, que cada tarde llega a recoger sus ideales a los altos del cerro y ella misma depositarlos en las manos enormes de Dios.
Fuentes de agua y vida
Los cerros de Escazú ocupan una amplia zona geográfica al suroeste de San José. Se extienden de este a oeste y en su faldas se encuentran los siguientes cantones: Acosta, Alajuelita, Aserrí, Escazú, Mora y Santa Ana.
En este macizo montañoso sobresalen varios cerros, entre los cuales se pueden nombrar: Cedral, Burío, San Miguel, Pico Blanco, Rabo de Mico, Piedras de Julio, Bandera, Tapezco, Caña Quemada y otros más.
Estos cerros forman parte de la estribación noroccidental de la cordillera de Talamanca. Su altura oscila entre los 1800 y 2400 metros sobre el nivel del mar.
Por mucho tiempo han proporcionado a los pobladores del cantón innumerables beneficios (agua, madera, oxígeno, etc.) y por más de medio siglo fueron la principal fuente de abastecimiento de agua potable por medio del río Agres y el antiguo acueducto municipal.
Un café embrujado en la montaña
Pedro Mena Fuentes
Un día de abril de 1990 quedé embrujado por los tesoros y encantos de la Piedra Blanca, médula simbólica en los Cerros de Escazú. A partir de entonces no supe más que significa la palabra indiferencia.
Cada vez que alguien se refería a los cerros, yo tenía que saberlo; si alguien comentaba de algún sitio, yo tenía que ir; si alguno expresaba alguna sensación que le cautivó mientras caminaba por sus senderos o mirando las estrellas en la tranquilidad de un campamento, yo tenía que sentir lo mismo.
Muchas veces recorrí esos montes acompañado solamente por la brisa y el viento, empapado por el agua helada de la lluvia, embarrialado hasta las rodillas y en ocasiones con mucha hambre. Ya se hizo un decir, que si no vuelves mojado y lleno de barro, no sabes lo que es ir a la montaña.
Yo sabía que no estaba solo en el embrujo, otros estaban embrujados antes y muchos más se embrujarían después. Juntos acampamos en pequeños planos entre ríos y quebradas, disfrutando de la magia en la fogata, de la historia, del chiste, al calor de un café humeante chorreado en el improvisado fogón. Nos alimentamos de mágicas pociones, producto de la inventiva de algunos en mezclar lo que cada uno traía para comer. Me acuerdo que siempre me preguntaban si llevaba del tamal asado que me preparaba mi abuelita para esos momentos y que era una delicia saborearlo envuelto en hoja de plátano y acompañado de un buen cafecito.
Subir era una hazaña, un reto, un delirio que inspiraba a expresar los sentimientos por todo aquello que nos da la vida. Recuerdo que mi madre me decía que si había ido a misa y yo le contestaba que estuve más cerquita de Dios, porque fui a la montaña y todo ahí está lleno de su presencia.
Mis oraciones eran cada sonido encerrado en los robles, la vibración de las hojas del cedro, la carrera veloz de una chirbala, la mirada curiosa de una ardilla, el vuelo furtivo de la paloma collareja... todo es parte de la creación y de una constante comunión con la vida.
Mis amigos, mis compañeros de viajes y andanzas por estos cerros, nos hemos inspirado mutuamente para no salir nunca de un embrujo que va más allá de la comprensión de que el ser humano necesita de la naturaleza por lo que pueda aprovechar de ella, más bien por lo que pueda compartir mientras se forma parte de esa intrincada red de emociones y vivencias.
Foto de Alfredo Jiménez Montoya
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